miércoles, 17 de abril de 2019

El incendio de Notre Dame lo apagaron las oraciones.

 El terrible incendio de Notre Dame de Paris se detuvo al fin, tras la medianoche, luego de que miles de parisinos, la mayor parte jóvenes, rodearan los alrededores de la Catedral, rezando, cantando, impetrando el favor de Dios de rodillas, con lágrimas en los ojos. Así estuvieron durante horas, hasta pasada la medianoche, hasta que el incendio fue sofocado.
Así lo cuenta un joven ucraniano residente en París, en un estremecedor relato:


Andrei es un joven bielorruso de Minsk que estudia en París. Aparece en el video viral de la oración por el incendio en la catedral. De vuelta a casa, ya avanzada la noche, escribió este relato en su perfil de Facebook

Esto es lo que pasó. Estaba en casa, charlando por teléfono con mis padres, cuando de repente por la ventana empezó a oírse ruido de sirenas. Cerré la ventana pensando: «Espero que no sea nada grave». Terminé de hablar con ellos a las ocho en punto. Entonces abrí Facebook y lo primero que vi fueron las fotos de Notre Dame en llamas.

La última vez que estuve allí fue el 5 de abril, cuando expusieron la Corona de espinas para la adoración. Era el día después de que en mi ciudad, Minsk, se celebraran vigilias espontáneas porque en Kuropat, un lugar de memoria de la represión soviética con grandes cruces, 17 de estas habían sido destruidas. La gente reaccionó yendo a rezar.

Salí de casa. No vivo lejos de la catedral. Desde mi calle veía una enorme columna de humo. Veinte minutos después llegué a la iglesia melquita de Saint-Julien-le-Pauvre, justo enfrente de Notre Dame, en la otra orilla del Sena. Desde ahí se veía todo el incendio. En ese momento me movía la curiosidad, igual que a cualquiera. Aunque algo dentro de mí me decía que debía estar allí. No tenía la más mínima idea de lo que iba a suceder.

Había gente en pie cantando el Ave María en francés, Je vous salue Marie. Me quedé allí con ellos. No dejaba de llegar gente, hasta que la calle acabó bloqueada por cientos de personas cantando. Algunos rezaban de rodillas, otros llevaban en la mano iconos o rosarios.

Nota sociológica: casi todos tenían entre veinte y treinta años. Hombres y mujeres en proporción similar. Había rostros europeos, indios, africanos, marroquíes, chinos. También vi algunos niños. Incluso me encontré con mi compañero de piso y también aparecieron otros tres amigos.

La oración era constante, sin pausa. Vi hombres corpulentos llorando como niños. No eran los únicos. De vez en cuando alguno salía y delante de todos pedía un minuto de silencio. Luego seguían cantando.

Llegando un cierto momento se leyó el evangelio de Juan 2,13-25, donde se habla de la expulsión de los mercaderes y de la profecía de Jesús sobre la destrucción del templo. En el Evangelio de Juan, esa era la primera Pascua de Jesús en Jerusalén. Mientras que en los otros evangelios, este hecho sucede justo después de la entrada en Jerusalén, es decir, antes de la última Pascua. Hay quien piensa que aquel hecho sucedió precisamente en Lunes Santo.

Luego rezamos juntos el Padre Nuestro. Después, la oración a santa Genoveva, patrona de París. Y la oración a la Virgen de san Juan Pablo II, que él mismo rezó en Notre Dame. Luego se leyó la oración de san Francisco y un fragmento de Charles Péguy sobre la Virgen. También rezamos por los bomberos.

Traían agua y biscotes para repartir. No había sacerdotes, no había nadie que dirigiera de alguna manera, todo se organizó espontáneamente. Aparecieron una pareja de jóvenes con violines y acompañaron con música los cantos. Al oscurecer, se encendieron las farolas. Desde las dos columnas de la catedral se veían las luces de las linternas de los bomberos. Encima del incendio, luces rojas, hasta las estrellas parecían rojas, eran drones tomando fotografías. Sonaban las campanas por todas partes.

A las 23.10h una persona anunció a todos que habían conseguido salvar la estructura de la catedral. Algunos empezaron a cantar el himno Nous Te saluons, couronnée d'étoiles y todos se unieron al coro. Luego hubo otros cantos dedicados a la Virgen. Dijeron que la Corona de espinas y la túnica de san Luis se han salvado del fuego, y entonamos el Salve Regina en latín, para repetir después varias veces Je vous salue Marie.

El fuego todavía ardía, pero ya más débil. Poco a poco, la gente empezó a marcharse. Después de medianoche, mis amigos y yo también nos levantamos para dirigirnos al metro. Se me acercó una periodista preguntándome por la oración de Je vous salue Marie, y le respondí.

Fuimos a ver la situación desde otra calle, había muchísima gente también allí cantando. Era como si hubiera sucedido lo mismo en todas las calles, puentes y plazas. Miles de personas cantando por las calles durante horas. Era algo parecido a la revolución.

Ahora pienso que la gente con la que estuve rezando no rezaba por el mero disgusto de la destrucción de una pieza esencial de nuestro patrimonio cultural, no lloraban solo porque ardía un símbolo de la nación francesa. La gente estaba allí rezando a Notre Dame, Nuestra Señora. Nadie había convocado a todos esos jóvenes, ni los curas ni los obispos. Fue un movimiento espontáneo pero al mismo tiempo ordenado y respetuoso. Eran piedras de la Iglesia real, una Iglesia joven y viva que se mostraba a sí misma. Yo también, con aquella periodista, en cierto modo estaba dando un pequeño testimonio. Nadie se esperaba el incendio. Pero tampoco nadie se esperaba una reacción de este tipo. Fue un acontecimiento, diferente a cualquier otra cosa que pudiéramos imaginar. Algo que rompía una continuidad.
Ahora veremos qué nos pedirá Dios en los próximos días que nos esperan para la Pascua.





 Dramáticas imágenes que estremecieron al mundo entero, que pudo verlo televisado en directo, con el momento culminante del desplome de la aguja de la Catedral.


 Al final la estructura, casi milenaria, resistió. La fachada y sus dos torres, las 5 naves, el crucero, la girola, quedaron en pie. Dentro, la desolación.
 Pero en medio de los escombros, se salvó el Altar Mayor, el antiguo, donde se oficiaba la misa en latín. No así el nuevo, el del Novus Ordo, que desapareció bajo los cascotes y travesaños humeantes.

 Así era la Misa antigua en el viejo Altar Mayor.
 Se salvaron también la Corona de Espinas de nuestro Redentor y la Túnica de San Luis, Rey de Francia.
 El DESCONOCIDO HÉROE DE NOTRE DAME.

15 de Abril del año 2019. Caía la noche y Paris miraba con sorpresa y estupor el humo denso. El olor era intenso y se podía sentir kilómetros a la redonda. Los parisinos apuntaban al cielo desde todas las direcciones de la ciudad con sorpresa y horror. La gran catedral de Nuestra Señora, el EMBLEMÁTICO símbolo cristiano de la ciudad, joya arquitectónica universal construida hacía casi 800 años en el punto cero de Francia, estaba invadida por las llamas. Los bomberos se desgarraban ante la impotencia de calles congestionadas y puentes tomados por transeúntes que observaban la tragedia, aturdidos por la congoja y la frustración. Las llamaradas tragaban voraces la parte superior de “Notre Dame” con una fuerza que estremecía a todos. De pronto la “Flèche”, el símbolo del símbolo, la gran aguja de 750 toneladas y 93 metros de alto que coronó la gran catedral por 8 siglos y señalaba el centro de París a todo el planeta, caía derrotada DERRUMBADA en medio de gritos de angustia y horror. “Quelle tristesse!”

Copiosas lágrimas empezaron a asomar a través de miles de mejillas, desbordando el corazón de Francia en un sentimiento que parecía muerto pero solo estaba dormido. Fue entonces cuando una anciana emocionada, a duras penas pudo arrodillarse, unió sus arrugadas manos y mirando al cielo, con voz débil pero firme, empezó a tararear una tierna melodía, como intentando consolar y arrullar a “Nuestra Señora” ante semejante infortunio, ante la inmensidad de la tragedia. Quienes la vieron, no pudieron evitar la emoción ante un acto tan desgarrador como hermoso, muchos recordando que la misericordia de Dios siempre llega en nuestros momentos de mayor tribulación y dolor. Cayeron también de rodillas invadidos por la inercia de un corazón suplicante, imitándola. Fue así que el “Je vous Salue, Marie”, esa antigua y dulcísima canción dedicada a Nuestra Señora, empezó in crescendo a llenar todos los rincones de la ciudad, como el aroma de la rosa más hermosa en esa tarde de primavera. “María, yo te saludo, llena de Gracia”. “¡No te vayas!”. Francia, la hija preferida de la Virgen Madre así regresaba a sus brazos, entre el llanto, la desolación y la esperanza. “Sainte Marie, Mère de Dieu!” “¡No nos dejes!”. Finalmente, como si de un milagro se tratara, la vieja frase “La République est laïque, la France est catholique!” golpeaba los corazones de miles de hijos pródigos. “Amén, Amén, Aleluyah”.

Mientras, a unas calles de la tragedia, un SACERDOTE, capellán del Cuerpo de Bomberos de nombre Jean Marie Fournier, luchaba desesperado por llegar al corazón de Nuestra Señora. Conocía muy bien que la ahora destruída “Flèche” había tenido en su estructura no sólo un gallo, símbolo de Francia, sino también uno de los trozos de la Vera Cruz, unas espinas de la Corona de Jesús, además de las reliquias de San Denis y Santa Genoveva, los santos de París. Y ahora la estructura había caído entre las brasas. No podía permitir que el resto de las reliquias sagradas se perdieran. Y corrió como un loco, abriéndose paso entre la multitud, las bocinas y las luces de los camiones de bomberos, atropellando y rezando “Amada Nuestra Señora, ¡tu siervo te implora!”. El jefe del Cuerpo de Bomberos se encargaba que la restricción de no acercarse al edificio, se cumpliera. El sacerdote católico que había servido en Afganistán, consternado pero impulsado por ese eterno sentimiento de altruismo y amor que no es humano pero yace en nuestros corazones por ser un regalo divino, solo tenía en mente llegar hasta donde yacía Nuestra Señora. “Sentía” que era SU tarea y debía cumplirla, ¡cueste lo que cueste!

“¡La Cruz de Espinas de Nuestro Señor!” gritó con firmeza. El jefe de bomberos y quienes le rodeaban intentaban impedir que llevara a cabo un acto por lo demás, suicida. “El fuego está muy avanzado. ¡No sabemos si Nuestra Señora está ya en peligro de colapsar!”. “Oficial, ya estoy aquí y debo terminar mi misión”, respondió Fournier mostrando su alzacuellos con la certeza de aquel que ante el infortunio está dispuesto a dar la vida. El jefe de bomberos comprendió que nada de lo que dijera iba a hacer cambiar de idea al sacerdote, al tiempo de entender lo que estaba en juego. Decidió entonces, que un grupo de bomberos acompañara al hombre de Dios a una de las entradas de la catedral. Al llegar, vio Fournier en el ennegrecido pórtico cerrado la escultura de la Virgen con el Niño en brazos y, supo que era una señal. Al abrir la puerta, la Gran Cruz del Altar Mayor fulgurante le enfundó fuerzas. El padre Jean Marie se movía como un autómata. “Amada Nuestra Señora, Sé mi guía entre esta oscuridad”, oraba, mientras gajos de la estructura caían incesantes sobre su cabeza. El humo le penetraba los pulmones, los ojos, los huesos. “Nuestra Señora, ¡tiéndeme tu mano!”. Descendió sin pensar casi cayendo por unas escaleras de piedra inundadas de tinieblas. Llegó a la pequeña recámara y tanteando, la alcanzó. Tomó entre sus manos la Sagrada Corona de Espinas de Cristo y la apretó muy fuerte contra su pecho. Corrió. Se tropezó. Cayó. A tientas y casi sin fuerzas, se arrastró hasta la nave principal y nuevamente la Gran Cruz, incólume y resplandeciente, iluminó el camino que lo llevó directo hacia al Santísimo Sacramento. Caminó de prisa aun apretando en su pecho la rescatada reliquia más importante de la cristiandad. Luego, tomó el copón de oro, tembloroso, lo besó y entre lágrimas corrió hacia la salida, entre las chispas que caían del techo a punto de colapsar. “Gracias Nuestra Señora. Ave María Purísima!”. El alma le estallaba de emoción. Había salvado el corazón de Nuestra Señora: la Corona de Espinas del Amado Hijo Redimido y el Santísimo Sacramento del Hijo Vivo, en plena Semana Santa.

Horas después, sentado en una acera, escuchó a un oficial decir: “se ha salvado la estructura. ¡Reconstruiremos a Nuestra Señora!”. Y finalmente, el buen padre Fournier, se echó a llorar.

Mar Mounier
 No parece un accidente, pues las quemas de iglesias se están haciendo muy frecuentes en Francia. En París ardió hace poco San Sulpicio, una de las más importantes.

 Se ha podido observar la alegría incontenida en invasores musulmanes que residen en el mismo París.
No podía faltar la miserable reacción de los progresistas, rojos y masones españoles, como este tal Máximo Pradera, copropietario y dirigente de "El País", biznieto del mártir tradicionalista Víctor Pradera, asesinado a la vez que su hijo, abuelo de este deleznable personaje, que también es nieto de Rafael Sánchez Mazas, también fusilado por los mismos rojos que ahora defiende, aunque se salvó en el fusilamiento, en los últimos días de la guerra.

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