Los primeros, progres ellos, consideran que con la conversión de Constantino y el Edicto de Milán del año 313, que daba libertad al Cristianismo, la perseguida Iglesia de las catacumbas se echó en los brazos del estado constantiniano y surgió la iglesia constantiniana, apegada al poder, a los dogmas, al oropel y las formas, a la imposición y al autoritarismo. Terrible periodo negro y oscurantista, de negación del genuino cristianismo evangélico. Hasta que por fin se despertó el Santo Espíritu una mañana, inspiró al Beato Juan XXIII y llegó el Concilio Vaticano II, clausurado hace ahora 50 años por Pablo VI, con el que la Iglesia se abrió al mundo, volvió a los orígenes y recuperó su brillo y esplendor.
Atrás quedaron 19 concilios ecuménicos, las órdenes religiosas, tan variadas y abundantes, los innumerables santos, el Rosario, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, los dogmas, la Curia romana, las misiones y las innumerables obras de la Iglesia en favor del hombre, como escuelas, universidades, hospitales, asilos, leproserías, redenciones, hospicios y comedores. Nada valió la pena, fue una obra humana a espaldas del Espíritu Santo, que llevaba durmiendo por dieciséis siglos y medio. Ya pudieron quitarse las sotanas, los votos, los prejuicios de toda clase. No importa cuántos se secularizaran, mejor. Ni si desaparecían las órdenes, ¿para qué? Lo importante era salir al encuentro del mundo, abrir las ventanas, ponerse corbata y disfrutar de la vida.
Para los segundos, por el contrario, acérrimos tradicionalistas, todos los males empezaron en el dichoso año de 1963. Fue cuando el Espíritu Santo quiso descansar después de 20 siglos de trabajos forzados, que bien se lo merecía. Ya no sopla, salvo lo que les sopla a ellos particularmente cuando le importunan con sus vehementes quejas. El Vaticano II es la causa de todos los males habidos y por haber. Por su culpa estamos peor que mal, esto se va al desastre y es el anuncio clarísimo de un fin apocalíptico anunciado por mil videntes y apariciones.
A unos y a otros habrá que recordarles que “no duerme ni reposa el guardián de Israel”, según reza el salmo 120.4 Y la promesa divina con la que termina el Evangelio de Mateo: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Mt. 28.20
La Iglesia es una y única. Es indefectible porque lo es su cabeza. No importa que haya errores, males, pecados y fracasos. El Espíritu Santo no se ha echado la siesta nunca, ni entonces ni ahora. La Iglesia ha atravesado numerosas crisis y se ha robustecido en ellas. Claro que hubo errores y pecados en siglos pasados. Y ahora también. Pero negar la acción del Espíritu Santo desde la conversión de Constantino es negar a Cristo y a su Iglesia a la vez.
Es innegable que la Iglesia actual tiene problemas muy graves. Se enfrenta a un mundo secularizado, el laicismo radical que pretende someterla y reducirla a la nada. Y a un fanatismo del Islam del que algunos han perdido memoria, pero que tiene una larga tradición de agresión al cristianismo. Encima, lo hace con una enfermedad que es el progresismo y que no sólo acepta el laicismo, sino que lo inocula también en la misma Iglesia.
Pero el Espíritu Santo sigue soplando y por eso la Iglesia Católica es la mayor fuerza moral del planeta y el Papa de Roma es el líder mundial de las conciencias. Nuevos países se abren a la Fe, el comunismo ha sido apeado del poder en los países europeos que dominaba, convirtiéndose Rusia en uno de los pocos estados que protege la religión. Se han cumplido las profecías de Fátima, dichosamente. El número de seminaristas es el mayor en la historia de la Iglesia. Se renuevan viejas órdenes e institutos y florecen otros nuevos movimientos eclesiales con gran vigor.
Tenemos problemas, pero la Iglesia es de Dios y El es Omnipotente. Vencimos y venceremos.
El Abad Speraindeo
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