Iglesia y pederastia,
por José Luis Corral
“José, su marido, como
era justo y no quería infamarla, decidió repudiarla secretamente” Mt I, 19.
En los últimos años se
ha desarrollado una virulenta campaña contra la Iglesia para mostrarla como
infectada del crimen de la pederastia. Esa campaña tiene como objetivo
presionar a la Jerarquía para que acepte las condiciones del mundialismo
imperante y para generar en la opinión pública un rechazo tan grande que
justifique su intervención y control, cuando no su desaparición, incluso
mediante la persecución violenta.
No es la primera vez.
Desde la acusación de haber incendiado Roma que sirvió de pretexto para la
cruenta persecución de Nerón hasta propalar el rumor de que los frailes habían
envenenado las fuentes públicas para ocasionar una epidemia de peste en el
Madrid de 1834, previo a la Desamortización y disolución de todas las órdenes
religiosas, llegando a los caramelos envenados que repartían las señoritas de Acción
Católica en los barrios pobres en los años 30 del siglo XX, justo antes de la
mayor persecución religiosa de toda la historia de la Iglesia Católica.
La calumnia precede a
la persecución.
La fabulación, burda, pero
aceptable para los ignaros, pretende que las rígidas normas morales,
particularmente el sexto y el noveno Mandamientos de la Ley de Dios, sumados a
la práctica del celibato, ocasionarían entre la población en general y en el
clero en particular un estado de perturbación y anormalidad contranaturales que
les llevaría a terribles y desviadas acciones sexuales para calmar su
irrefrenable apetito sexual, contenido artificialmente por las prácticas
religiosas.
Además, perpetuaría un
Patriarcado familiar que sería el origen de la violencia de género contra la
mujer y todos los abusos habidos y por haber contra niños y jóvenes,
homosexuales, transexuales y diferentes de cualquier clase. Sus problemas
vendrían causados por una sociedad de raíces cristianas que los criminaliza por
su estricta moralidad.
Las víctimas de esta
crueldad eclesiástica serían también las mujeres que quieren abortar y los
médicos que las ayudan, los mismos médicos que quieren aliviar el sufrimiento
de sus pacientes con la eutanasia, además de los propios suicidas que reclaman
ayuda para matarse. Y los científicos que buscan un mundo mejor a través de la
manipulación genética, los embriones a la carta, la concepción artificial y
todo lo que se les pueda ocurrir.
También son sujetos de
la opresión moral eclesiástica los maestros que desean enseñar todos los
secretos de la sexualidad a sus alumnos desde la más tierna infancia, animándolos
a practicar toda clase de juegos sexuales, enseñándoles sobre todo a que ello
no tenga consecuencias físicas desagradables, como embarazos no deseados y
enfermedades de transmisión sexual.
Esas enfermedades
también serían culpa de la Iglesia, por oponerse a la distribución masiva de
preservativos y anticonceptivos. Poco importa que esas enfermedades, como el
SIDA, se hayan propagado por quienes no cumplen las normas de la Iglesia, no
practicando castidad ni continencia. Lo importante es que la Iglesia tenga la
culpa.
Frente a ese progreso
de la humanidad, en gran parte ya ejecutado y legalizado o en vías de
implementarlo, la Iglesia es el Oscurantismo, el atraso, la superstición, el
obstáculo que hay que abatir, el mal que hay que erradicar.
En esa feroz campaña se
empeñan todos los enemigos de la Iglesia. Y también los que se dicen cristianos
y quieren una Iglesia que no se parezca a la que fue siempre, los progresistas,
que son las termitas del edificio eclesiástico, dogmático y moral.
Curiosamente, también se han sumado muchos que se dicen tradicionalistas, pero
que ven la oportunidad de usar algunos casos como proyectiles contra el actual
Papa y los actuales Obispos, para desacreditarlos y forzar su marcha.
Y ¿cómo han reaccionado
el Papa y la Jerarquía? Espantados, más que asustados, caminan hacia el
despeñadero a donde les empujan los lobos. Decisiones compulsivas, entrega de
dinero a las supuestas víctimas, lo que hace incrementarse el número de los
aprovechados, listas de presuntos culpables, sanción de los acusados antes de
cualquier prueba, peticiones teatrales de perdón… Basta recordar el caso de una
supuesta víctima en Granada, movida por la llamada telefónica del mismo Papa, muy
impresionado por una carta del supuesto afectado. Luego, el Arzobispo de
Granada tirado por los suelos pidiendo perdón, una repercusión inaudita para un
asunto de si habían tocado o masturbado a un mozo de 17 años, y al fin
absolución por falta de pruebas, contradicciones del demandante y caso
archivado.
O sea, que mientras
asesinan a 100.000 niños en España legalmente cada año; mientras pervierten a
la infancia y a la juventud, desde la droga hasta la pornografía; las
relaciones sexuales prematuras desde los 14 años de edad como media; los abusos
y violaciones por miles cada año denunciados en España, que no tienen nada que
ver con la Iglesia; pero lo verdaderamente importante y lo que más ríos de
tinta hace correr es si le tocaron o no le tocaron las nalgas a un adolescente,
siempre que el presunto autor esté relacionado con la estructura eclesiástica.
Si no, no tiene importancia. No hay caso
.
En definitiva, una locura.
Una ciclogénesis explosiva de orden moral.
También se critica a la
Iglesia porque antiguamente estos casos se ocultaban, como si la exposición
pública de estas impudicias fuera lo adecuado. Pero ¿quién nos dice que aquella
forma de hacer era mala y esta de ahora es buena? Ahora se pide perdón por no
haber sabido actuar entonces. Lo que sucede desde que Juan Pablo II impuso la
moda de pedir perdón por los pecados, reales o supuestos, de otros, pero no por
los propios. Como si yo me pongo a pedir perdón por los pecados de Carrillo,
Adolfo Suárez o el Cardenal Tarancón. Pero no por los míos.
Yo creo con la Iglesia
que no hay parvedad de materia en los pecados sexuales. Son graves, y cuando
hay abusos y más sobre niños, no deben quedar en la impunidad. Y se debe
asegurar el superior de que eso no se vuelve a repetir, por el bien de las
víctimas y por el propio acosador. Si a un cura le gustan los niños, que vaya a
una residencia de ancianos o de capellán de monjas de clausura. Pero de ahí a
hacer una grotesca exhibición de casos y de cosas, que además son raros, al
menos en España, supone una criminalización injusta e imprudente, un
espectáculo muy poco edificante.
Quien escandalice,
lleve a pecar, a los niños, “más le valía que le ataran una piedra de molino al
cuello y lo tiraran al mar”, dice el Señor (Mt. XVIII,6).
Pero eso hay que
aplicarlo también, y en mucha mayor extensión, a todos esos políticos y
educadores que pervierten a los niños y jóvenes, como he relatado más arriba.
Y ¿qué hacen en tantas
familias donde se han dado casos semejantes? ¿Se dedican a contarlo a todo el
vecindario? Procurarán evitarlo en lo sucesivo y si el caso ha sido grave no
excluirán la denuncia, pero sin pregonarlo, por lógica vergüenza.
Pues eso mismo hizo el
Justo José, que pensó en repudiar en secreto a su mujer, María, para no
infamarla, hasta que el Ángel le reveló la verdad. Eso hizo la Iglesia
tradicionalmente y no me parece descabellado, aunque pueda mejorarse. Pero
sumarse a la caza de brujas, a la campaña de infamación, es un despropósito al
que no me sumaré.
Por contra, el
conocimiento de nuestros santos y mártires es el mejor modo de mostrar la
auténtica faz de la Iglesia Católica. Ellos son ejemplares, admirables,
formidables. Son de los nuestros. Y están vivos, nos asisten desde el Cielo. Y no sólo los que están beatificados o canonizados. Yo he conocido cientos de buenos y maravillosos curas, monjas y cristianos. Y seguro que quienes me lean, también.
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